En mayo estuve en Zaragoza trabajando con el equipo de Aragón Participa, que coordina Raúl Olivan. Fue una mañana, en una sesión vertiginosa, hablando de cómo aprovechar la inteligencia colectiva para articular estrategias de participación y su forma de concretarlo en el Laboratorio de Aragón Gobierno Abierto (LAAAB), que pretende impulsar el diseño abierto y colaborativo de políticas públicas en esa comunidad.
Todos sabemos lo difícil que es experimentar en un entorno tan intolerante al error como es la política y la gestión pública, donde los partidos y el poder mediático están siempre a la caza del fallo. En un escenario tan hostil, la Administración tiene que hilar fino para dar cierta seguridad como entidad garantista, y eso le obliga a habilitar dispositivos que “aíslen” la experimentación a un entorno controlado que ayude a gestionar mejor el riesgo.
De esa necesidad, y de la creciente presión social por abrir procesos a la participación, nacen los llamados “Laboratorios Ciudadanos”, como espacios de encuentro para explorar soluciones innovadoras y propiciar dinámicas de experimentación que no se le permiten habitualmente a las entidades públicas. Medialab Prado es, por citar alguno, el ejemplo más conocido de estos laboratorios.
Este es un tema que me interesa desde hace tiempo. En octubre de 2017 estuve en Nariño, participando en la inauguración del CISNA, el Centro de Innovación Social de ese departamento colombiano, y fue también una buena ocasión para hablar largo y tendido de cómo deben ser estos laboratorios y su potencial para resolver problemas reales de la sociedad desde una perspectiva abierta y participativa.
Dentro del debate que suscitan los laboratorios ciudadanos, hay un punto de vista que defiende Antonio Lafuente, un gran conocedor de estos dispositivos, que a mí me genera ciertas dudas, y que me gustaría discutir en este post. No voy a ser yo el que ignore o menosprecie el valor del aprendizaje pero poner todo el foco en ese objetivo podría relajar el otro rol de estos laboratorios que es generar soluciones con impacto, y resultados visibles para los objetivos de las instituciones que los crean.
Esa es una de las razones por las que no me gusta que se equiparen los laboratorios ciudadanos con los científicos o académicos. Es cierto que les une la experimentación, pero el término “laboratorio” es poco afortunado para describir a los primeros porque induce a pensar que son espacios aislados y controlados. Eso nos obliga a ponerles el apellido de “abiertos” para tratar de salvar esa percepción, pero aun así introduce un sesgo demasiado académico en la forma de entenderlos, como ya explicaré.
En mi opinión, ese énfasis tan hegemónico en el aprendizaje nos puede llevar a una propuesta de diseño de los laboratorios ciudadanos que se parezca demasiado al modelo científico, y descuide su papel principal de impulsar innovaciones con impacto en el entorno para el que se han concebido. El aprendizaje, como parece plantearlo Antonio, hace demasiado hincapié en una naturaleza especulativa que es más propia de las instituciones académicas, que de dispositivos vinculados a ayuntamientos y entidades públicas que tienen problemas ingentes que resolver.
Mis dudas se confirman cuando escucho a Lafuente insistir en esta idea:
“La innovación debe darse en dos momentos claramente separados: un momento de aprendizaje, donde opera en los laboratorios ciudadanos, y un momento de impacto, cómo trasladar las ideas de un mundo figurado, imaginado, al mundo real”.
Separar ambos momentos y centrar todo el trabajo de estos laboratorios en el primero, tiene ventajas pero también, muchos riesgos. Lo positivo de concebirlo así es que: (1) se desliga la imaginación del posibilismo, y la experimentación no se pone límites [yo añado, para bien y para mal], (2) se disfruta más del proceso, sin la presión, ni el estrés de conseguir un resultado.
Sin embargo, tiene a la larga grandes inconvenientes: (1) la imaginación sin dosis de realismo, sin incorporar restricciones, ni grados de libertad, nos atrapa en el prototipo eterno que nunca abandona el laboratorio, (2) el aprendizaje en innovación es incompleto, ¡¡incluso falso!!, si no se experimentan las ideas en contextos reales.
“Separar claramente” el momento del aprendizaje, el pasárselo bien y aprender juntos, del momento de esforzarse por encontrar algo aplicable y con impacto, tiene mucho peligro. Los participantes, si quieren aprender a innovar, deben avanzar lo más posible en el embudo hasta llegar a soluciones de impacto. No es suficiente la construcción de un bonito mundo metafórico porque eso no es innovación, sino creatividad.
Lo que temo de separar ambos momentos, como recomienda Antonio, es que estos dispositivos terminen convirtiéndose en espacios tan ideales y especulativos, que hagan más difícil, y demasiado costoso, el trabajo de los que, según él, deben dedicarse después, fuera de los laboratorios, a “trasladar” ese “mundo imaginado” al real. Sé de lo que hablo porque he visto esa brecha en muchos proyectos de design thinking en el ámbito público, cuando lo especulativo ha importado más que la empatía y la necesidad de generar impacto. También veo ese déficit en algunos de los laboratorios ciudadanos más exitosos y reconocidos de hoy, en los que a menudo se echa en falta menos especulación, y más transferencia al mundo real.
En resumen, lo que quiero decir es que si en los laboratorios ciudadanos no se hace un esfuerzo también de aterrizar las soluciones, de prepararlas para acelerar su traslado a la realidad, vamos a convertirlos en espacios aislados y sin incidencia en las políticas públicas.
No me canso de repetir que lo que hoy tenemos no es tanto una crisis de creatividad, sino de implementación. Hay un gap entre las buenas ideas y su conversión en proyectos con impacto, así que los laboratorios ciudadanos no deberían ahondar en esa brecha sino expandir su actividad hacia los espacios de interfaz, experimentando con problemas reales y “entregando” las soluciones de una forma que el aparato administrativo pueda asimilar a un coste asumible.
Un enfoque más pragmático como el que sugiero ayudaría a desinflar el “efecto Wow” que yo veo a menudo en los proyectos que descuidan la calidad (y aplicabilidad) de las soluciones. Si no hay impacto visible en la realidad, la euforia con que la gente sale de estos experimentos es vaporosa, flor de un día. Digo más, es un aprendizaje vacío. No se construye ciudadanía sin manosear las dificultades de la vida real.
No estoy diciendo, ni mucho menos, que el aprendizaje no sea importante. En ese sentido, me parece muy positivo que Antonio insista en cuidar esa dimensión, para que el estrés por los resultados no se lo coma todo y convierta a aquello en una maquina administrativa más. Sin embargo, hay que encontrar un equilibrio entre el objetivo aprendizaje (proceso) y el de solución con impacto de problemas reales (resultados), porque corremos el riesgo de ir al otro extremo.
Por otra parte, no podemos obviar el hecho de que estos laboratorios están sometidos al escrutinio público y tienen que dar resultados tangibles para la ciudad o institución pública que los crea. Esto va mucho más allá del mero aprendizaje de los participantes, porque insisto, no es un dispositivo universitario, ni académico. Esa urgencia se percibe en la estupenda entrevista que hace Juan Freire a Antonio Lafuente, como parte del proceso de investigación que el primero hizo para el diseño del Co-Lab, un laboratorio de innovación ciudadana impulsado por el Ayuntamiento de A Coruña. En ese dialogo se nota la insistencia de Juan en recordar las implicaciones prácticas que tiene para un laboratorio de este tipo que esté vinculado a un ayuntamiento.
Tengo claro que si los laboratorios ciudadanos quieren sobrevivir al próximo presupuesto, deben actuar con pragmatismo. No basta con que la gente que asiste a sus talleres aprenda, que por límites de espacio serán relativamente pocas, sino que habrá que hacer algo para beneficiar también a la ciudadanía que no va, o no puede ir. Por cada persona que participa en sus actividades, debe haber un efecto multiplicador en muchas de fuera, y eso solo se consigue trabajando retos y proyectos que tengan un impacto real en el conjunto de la ciudadanía.
No me quiero quedar en la mera teoría, así que en términos prácticos, te estarás preguntando cómo se articula esto, cómo se evita la separación que recomienda Lafuente. Daré algunas pistas:
1. Salir del laboratorio: En algún momento hay que contener la especulación creativa, y empezar a hacer prototipado iterativo en entornos reales, para aprender (e impactar) de verdad. El mayor aprendizaje se consigue probablemente fuera.
2. Hacer trabajo de campo: Hay que invertir en empatía hacia los colectivos afectados por los problemas públicos que se intentan resolver, pero para eso no basta con traerse a esos colectivos al laboratorio, que también. El ambiente de laboratorio, al ser tan intelectualmente estimulante, sobreexcita la imaginación y dispara el frikismo, pero la creatividad sin empatía es insuficiente para la gestión pública. Esto exige dedicar tiempo a recoger datos en el terreno, o sea, salir de la burbuja, digo… del laboratorio.
3. Aterrizar la rendición de cuentas: Hay que introducir en los indicadores de rentabilidad social de los laboratorios ciudadanos, además de indicadores de aprendizaje, de proceso, datos de impacto en términos de soluciones desarrolladas que han tenido una incidencia en la realidad. Si descuidamos eso, se corre el riesgo de gestionarlos como si fueran dispositivos académicos o educativos, y ¡¡no lo son!!
4. El personal público también debe participar: Si queremos que la Administración experimente porque, como dice Lafuente, no sabe hacerlo, hay que crear espacios mixtos en los que el personal público se mezcle con la ciudadanía en el co-diseño de procesos y servicios. Los laboratorios son espacios de encuentro entre los diferentes agentes, pero a menudo se olvida esta pieza en el rompecabezas. No basta juntar a los ciudadanos con expertos y facilitadores de dinámicas colaborativas, sin la presencia de quienes van a implementar esas soluciones dentro del aparato administrativo. Que éstos participen no solo genera un efecto de aprendizaje y empoderamiento en este colectivo que es clave para la innovación pública, sino que también introduce nuevos desafíos en los ejercicios colectivos, dado que son personas que conocen bien las restricciones normativas y las resistencias que se pueden producir en la implementación. No se cambia lo público sin un desaprendizaje de la cultura funcionarial.
5. Trabajar con mini-públicos: Realizar experimentos y prototipos con grupos estadísticamente representativos aporta legitimidad y una capa de realismo al esfuerzo creativo. No todas las actividades de los laboratorios ciudadanos deben estar sometidas a este rigor, pero sugiero que exista una línea específica de trabajo que explore el mecanismo aleatorio para captar a los participantes y así evitar el sesgo de autoselección que lleva a estos talleres un tipo de personas que, a pesar de su buena fe, pueden reforzar la desconexión.
6. Elegir bien los retos: Aunque los proyectos que se trabajan en los laboratorios ciudadanos suelen elegirse a través de convocatorias públicas, la agenda temática y los retos son fijados en parte por sus gestores. No todos los retos funcionan bien en estos espacios. Hay que implementar un sistema de filtrado/revisión (colaborativo) de los retos para que sean relevantes (¡¡para los participantes!!), convenientes (que aprovechen lo colectivo vs. expertos), precisos (para generar foco), e interesantes (provocadores => dilemas, paradojas, que pongan en tensión a los agentes participantes).
7. Gestionar una cartera equilibrada: Hay muchos tipos de prototipos, y todos deben tener cabida en estos laboratorios, respetando cierto balance. Desde los experimentales (centrados en crear conocimiento) y los puramente especulativos (buscan la provocación, cuestionarse las suposiciones), hasta los impulsados por la producción, que están muy apegados a la realidad, y pretenden generar soluciones de impacto. Estos laboratorios tienen que generar resultados también a corto plazo, porque si no, no habrá largo plazo. Hay que vigilar la ratio riesgo/rentabilidad, combinando X retos de intervención a corto plazo por cada proyecto especulativo, temporalizando el impacto para generar pequeñas victorias, porque ya sabemos que el sistema es impaciente. Un ejemplo de esto último pueden ser los talleres de co-creación para el diseño de dispositivos públicos como formularios, webs, convocatorias de subvenciones, normativas, etc., que tienen un retorno más a corto plazo. En un laboratorio científico o académico no se cuida tanto eso y se asumen riesgos muy elevados, pero en un entorno tan político como el que acoge los laboratorios ciudadanos, este pragmatismo no es solo de supervivencia institucional, sino legítimo, porque la sociedad está en su derecho de exigir retornos en distintos plazos.
8. Trabajar con colectivos y retos complementarios: En la entrevista que Juan Freire hace a Antonio Lafuente, éste plantea el debate que hay entre abordar los problemas y retos emergentes, o los que son estadísticamente mayoritarios, los más conocidos. En mi opinión, no hay dilema porque los laboratorios ciudadanos deben atender ambos ámbitos. Esas dos formas de entender la innovación ciudadana deben tener cabida, quizás con estrategias distintas y complementarias. Es cierto que las mayorías ya están representadas en muchos dispositivos institucionales, pero no en espacios experimentales como estos, así que también deben ser atendidas. Si los laboratorios ciudadanos de una gran ciudad no incluyen en sus sensores los problemas más acuciantes y palpables de la mayoría de sus residentes, entonces corren el riesgo de quedar desconectados, y de que se cuestione su utilidad.
9. Cuidar la retroalimentación como un acelerador del aprendizaje situado: Las personas que asisten a los talleres no sólo deben llevarse la experiencia social y lúdica del proceso (que es importante, pero por desgracia, a veces todo se reduce a eso), sino también la posibilidad de saber a dónde va lo que han hecho, y cómo están contribuyendo a cambiar cosas, por pequeñas que sean. Dar retroalimentación a los participantes refuerza la co-responsabilidad y el aprendizaje mismo, porque le dota de más sentido.
10. Sistematizar la implementación de soluciones: Hay que crear un mecanismo para conectar la fase divergente y especulativa, con la de traslación a la realidad, en lugar de separarlas. Si los laboratorios ciudadanos no prevén esto, si no lo sistematizan con protocolos concretos para acelerar ese proceso, el ciclo de innovación nunca se cierra, y el embudo se atasca. Dicho de otra manera, hay que prever un sistema que conecte los procesos creativos y experimentales con la mecánica institucional.
Me gustaría saber qué opinan de estas ideas personas que están gestionando o liderando, en el día a día, proyectos de Laboratorios Ciudadanos, para afinar la reflexión. Si eres una de ellas, anímate a dejar tus ideas por aquí…